martes, 12 de junio de 2018

Cincuenta años del ‘Tuto’ (Articulando es gerundio - X)


Hace unos días tuve la afortunada ocasión de participar en una fiesta de encuentro con profesores y compañeros del Instituto de Bachillerato Poeta García Gutiérrez, de Chiclana, donde realicé mis estudios de bachillerato hace ahora treinta años. El motivo de la cita merecía la pena, qué duda cabe: el cincuenta aniversario del ‘Tuto’, como cariñosamente lo llamábamos. Acompañado de mi colega, amigo y compañero de estudios en aquellos años y luego en la Facultad de Filosofía y Letras, Miguel Ángel García Argüez, pude reencontrarme con antiguos compañeros a los que no veía desde hacía tres decenios.
Pues bien, con motivo de la efemérides se ha editado una revista bajo la coordinación de otro colega y amigo también del centro, el periodista Juan Carlos Rodríguez, quien consideró oportuno contar conmigo y recoger en dicha publicación un artículo de mi factura. Y a eso vengo ahora, a dejar aquí dicho artículo con recuerdos que como relámpagos aún destellan en mi memoria.




Un  puñado de recuerdos para celebrar un cumpleaños


Yo viví en la cuesta Hormaza. Abajo del todo. En las dos aceras. Mis primerísimos años de vida y algunos más desde que hice la primera comunión. De ambas épocas tengo recuerdos. Imborrables. Y así, ver bajar por la cuesta, sobre la hora de la comida, la hilera aparentemente interminable de estudiantes adolescentes con sus carpetas y sus libros en los brazos y en concierto bullicioso de conversación juvenil, no es que sea un recuerdo de mi infancia, es que es mi vida misma.

                                              

Antonio hacía sonar la campana pero aún daba tiempo de empatar el partido con una última canasta de esas de loco que se marcaba El Longui o Miguelito Montero.


Una vez más iba camino del Tuto con un examen mal preparado. Una amenaza de bomba lo suspendió. Y yo, el examen al día siguiente.


Desde Santa Ana, echando un vistazo y tinta a mis juveniles poemas, podía ver mi clase con todos mis compañeros dentro y mi mesa vacía. Y como desde tan lejos no podía seguir las explicaciones de dibujo de Esperanza, pues me dedicaba a pulir mis versos.


Y si había que pedir un aeropuerto para Chiclana manifestándonos por el centro de la ciudad y poniéndola bocabajo con nuestras reivindicaciones, pues se hacía y punto. La yincana era la yincana.


Aprobé el último examen y Justo, mi profesor de matemáticas de COU, me felicitó por mis poemas. Aquel día le cogí más cariño aún a las matrices.


Cuando aquel último lanzamiento a la desesperada no tocó ni tablero y el balón reventó de lleno el parabrisas del Volvo azul de José Antonio del Bosque, sonó de pronto la campana, acabó el partido y en la pista no quedó nadie.


Civilización: infraestructura. Cultura: superestructura. La inolvidable lección de Manuel Broullón en clase de Geografía e Historia.


Yo también me llevé un tubo de ensayo del laboratorio. Y un poquito de sulfato de cobre.


Cándido Morato era capaz de todo: desde escribir un celebrado poema al levante en tres cuartetas, hasta grabar con la punta de un compás en un bolígrafo BIC una lección entera del libro de biología para el examen.


Lo que nunca se podía imaginar Andrés el conserje es que cada vez que le consultaba algo de Carnaval  lo hacía con el propósito de que me charlara y no me preguntara que hacía fuera de clase, y así ganármelo para que, acabada la charla, me dejara coger el balón del mueble para lanzar unos tiritos en la cancha.


De un día para otro y a uno del estreno, no recuerdo quién cayó enfermo y tuve que asumir el papel de Calixto. Incluso con el diálogo pegado estratégicamente en un elemento de la escenografía, el día de la función yo solo acertaba a decir “¡Oh, Melibea! ¡Oh, Melibea!”. Un numerito.


Aquel mediodía, acabado el partido, Agustín Vilaplana salía de la cancha hacia la ventana con verja que resguardaba sus gafas y su rebeca azul. Pero se tambaleó y cayó desplomado.  Aunque se recuperó a los pocos segundos y todo quedó en una supuesta bajada de azúcar o de tensión a consecuencia del juego, en realidad yo creo que Agustín murió en aquel momento y yo lo traje de nuevo a la vida del grito que me salió del alma pronunciando su nombre dos veces seguidas tan espantado al verlo caer delante de mí desvanecido.


Con Paco Vera no se aprendía latín. Se aprendía a amar el latín.
 ¿Qué no conserváis aún las fichas?


Bastantes años después de marcharse del Tuto, Pepón regresó de visita a Chiclana. Lo supe porque de casual nos encontramos un día. El estaba tomando algo sentado a una mesa en el mesón Cerro del trigo, cuesta Hormaza esquina con Bailén. Al verme, se puso de pie y recitó a plena voz “Sintiera mi amor tardanza; sin ti era mi amor tardanza”. Qué gozo y qué risas con su saludo recodando esos versos míos.


José Antonio Aguilar me llamó a su despacho. Solo entrar, con unos folios en la mano me preguntó con manifiesto ánimo de querer tener claras ciertas cosas: “¿Tú has escrito esto?”. Eran varios poemas míos. Muy contrariado y temiendo lo peor de no sabía muy bien qué y por qué, dije que sí. José Antonio Aguilar elevó el tono del registro con su mirada y con su pregunta aún más incisiva insistió: “¿Tú estás asegurándome que has escrito esto y que no lo has copiado de ningún lado?”. Miré a Paco Vera, que también estaba presente, y me reafirmé en lo dicho. Paco salió al quite con una sonrisa mediadora y poniendo algo de calma en este encuentro que llevó mi corazón a mil por la tensión de un momento que ni me esperaba ni podía imaginarme: “Copiarlos no los ha copiado; yo he visto la evolución de estos poemas y de la poesía de Juanma en estos años. Ya te lo he comentado antes”. “Pues entonces habrá que hacer algo, porque encontrar cosas así no es muy frecuente. No vaya a ser que termines siendo alguien en la poesía y luego digan que aquí en el Instituto no te echamos ni cuenta”, sentenció José Antonio con la mirada más amigable y entusiasta de cuantas me echó en mis años allí.
En la cena de COU, el día cuarto antes de los Idus de Junio de 1988, todos mis compañeros de promoción, además de la orla, recibieron un ejemplar de un cuadernillo con cinco poemas míos y dibujos de José Luis Díaz de la Torre que el Tuto editó para despedirse de mí.


El día que Pepe Pérez, en clase de informática, en el otoño de 1984, nos enseñó un Sinclair ZX81 y nos dio las primeras nociones de BASIC, alucinamos; el día que trajo un Spectrum, lo flipamos en colores.


Creo recordar vagamente que había un día de la playa. Pero de aquello no tengo más recuerdos. Que alguien me ayude.


¿Qué era, un jamón y un queso? ¿Un jamón y una botella de vino? ¿Un jamón y una telera de pan? No recuerdo exactamente cuál era el premio de la yincana que se entregaba en la fiesta nocturna del día del Tuto porque nunca me lo llevé.



Junio, 2018

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