Platero y él
El murmullo
de las hojas bañadas al son de la aurora.
La humedad
desolada del húmedo aire coqueteante
entre hierba
y hierba, entre rama y rama, ¡mañana!, ¿lloras?
Y un pájaro
y su trinar y aleteo revoloteante
ante la
hierba empapada del sudor de la noche (duerme,
cansada de
guardar la luz del sol ya recién renacida).
Ya, poco a
poco, da brillo a la oscura oliva escondida
tímidamente
en el olivo, agarrado a la arrecida
tierra, que,
inmensa, espera la suprema subida del sol.
Cielo limpio.
Solo un rostro, un mujer en forma de nube.
En el suelo
tendido Platero,
a su lado
postrado su dios.
Hierbas de
incienso a los pies del yacente;
velos de
muerte que cubren recuerdos:
-Tien’asero…
¡Ni luna, ni
plata, ni lanzas de ojos negros!
¡Ni blancura
algodonada,
ni caricias
a las flores …!
(No se enlutan sus
colores,
pero el sol no las
despierta).
¡Ni praderas
recorridas por su trote,
ni praderas
recorridas, hoy desiertas!
Y el olivo,
techo de la escena,
cobija
arrogante el dolor de un poeta;
cobija la
tan aplacante brisa de muerte,
filtrando el
aire, el aire podrido de entrañas resecas;
filtrando el
meticuloso rayo de luz,
que traspasa
entre huecos de ramas y hojas,
hasta llegar
a la muerte en presencia.
Y la tímida
oliva escondida
deja resbalar
por su curva corporal
la
imprescindible gotita brillante de aceite,
suficiente,
para la
unción del animal.
Y un pájaro
enluta su canto…
Y entre
hierba y hierba
y entre rama
y rama olor a muerte…
La tierra
acoge absorta al huésped;
la musa
abandona a su presa…
El aire
suspende un verso:
¡Descansa, Platero!
El murmullo
de las hojas
y un cielo
limpio…
Solo una
musa en forma de nube…
Chiclana, 1988
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