martes, 22 de diciembre de 2020

Carta a Gustavo en el 150 aniversario de su muerte


Yo no puedo condenarte al olvido
 

No, Gustavo. Yo no puedo condenarte al olvido. A estas horas de embetunado celeste en que voy dejando que mis palabras fluyan con la naturalidad de mis sentimientos, ahora que Venus va alzándose por el oriente abriendo paso al cortejo solar y van diluyéndose las oscuridades del inefable albor que cromáticamente degrada el cielo en una gama de azules vetada incluso a las más excelsas paletas y solo posible para los pinceles de Naturaleza, echo mano al manojo de recuerdos de todos estos años atrás siguiendo tus pasos por Sevilla, Madrid, Toledo, Noviercas, Veruela, unas veces agotando mis piernas a paso de poeta curioso, otras los ojos de mi imaginación hasta caer extenuado de sueño. No, Gustavo. Yo no puedo condenarte al olvido.

No tendría que estar sentado en el improvisado rincón de trabajo en la casa de mis padres, en Chiclana, entre la soledad de un inexplicable desamor y el indeseable distanciamiento del cariño de mis hijos. Pero así están las cosas; ¡qué voy a contarte yo a ti! Lo lógico y esperado es que tal día como hoy, ciento cincuenta años después de tu marcha definitiva, yo estuviera en el mismo lugar de mis últimos años por estas fechas: la habitación donde quedó para siempre el último de tus alientos, en la soledad del silencio que entra por la ventana que da al patio de carruajes, entreabiertas sus altas hojas de madera y permitiendo el paso del frío diciembre madrileño con la chimenea apagada por el desuso; en aquel número siete, que era por tu entonces, de la madrileña calle Claudio Coello que alojó tus últimos meses de vida por intercesión de tu querido Correíta y gentileza del marqués de Salamanca. 

Aún así, puedo dar el salto desde el trampolín de mi cabeza y personarme a tu lado, junto a tu lecho de muerte y mirando a Augusto a los ojos, que anda demacrado en el rictus, incapaz de explicarse tus pasos hacia la senda del no retorno tan solo tres meses después de que Valeriano, más que tu hermano tu sombra propia y alter ego, hiciera lo mismo. El destino fue una vez más caprichoso y movió el cielo tan a su antojo que dibujó de nubarrones para impedir que el sol se mostrara tan eclipsado como estuvo cuando expirabas. Yo, sin embargo, pude contemplar anoche la conjunción planetaria que hace más de dos mil años llevó a unos astrólogos hasta las inmediaciones de Belén, que significa casa de la carne en árabe, casa del pan en hebreo, casa de Dios en cananeo.

Hace un año justamente y dos también yo presumía de andar por la casa del poeta de las golondrinas y los gorriones. La noche de tu agonía, ciento cuarenta y ocho años después, me acerqué al lugar para rendirte tributo, cosas de atrevidos poetas locos. Nada en la calle parecía ofrecerme la posibilidad de participar en algún evento de homenaje colectivo en tu nombre junto a otros poetas y escritores tan apasionados como yo. Madrid suele ir tan a lo suyo... Pregunté a unos y a otros y absolutamente nadie me daba norte; incluso los había que ni siquiera reconocían tu última estancia en vida en ese barrio de opulentas apariencias a pesar de la lápida que, tal vez por la altura en que fue colocada, pasa bastante desapercibida. Pulsé varios botones del portero del edificio: "Buenas noches. Soy Juan Manuel Romero Bey, periodista y poeta ¿Sabría decirme en qué vivienda exactamente vivió y murió Gustavo Adolfo Bécquer?". Quien no me daba la callada por respuesta me respondía que no podía atenderme. Al pozo con mi gozo. Hasta que desde un balcón se apareció el ángel: "¿A quién buscas?". Sumamente cortés, elevando la voz desde la acera hasta las alturas donde se encontraba aquella mujer, repetí, casi, el mismo prólogo: "Buenas noches. Soy Juan Manuel Romero Bey, periodista y poeta, y estoy indagando en qué vivienda de este edificio vivió y murió Bécquer". "Fue aquí", respondió aquella voz de mujer, abriendo mis ojos de par en par por haber permitido con sus palabras rescatar mis ilusiones del oscuro fondo del desánimo. "Mira, no sé quién eres ni está la vida para hacer estas cosas, pero algo me dice que debo dejarte subir. ¿Quieres conocer su habitación?".

Se llama Alina. Me abrió las puertas de su casa y de su corazón. Me enseñó el dormitorio de tu agonía que, hasta hace pocos años, fue también el dormitorio de su hijo. Y desde aquella noche tu habitación, Gustavo, fue también mi habitación y mi lugar de silencioso encuentro contigo entre tus poemas y mis versos en medio de los estertores de tu muerte. Y hace un año velé tus últimas horas imaginando el trasiego de Ferrán, de Casta, de Correa. Y pisé las huellas de tus últimos pasos desde Serrano recreándome en aquella tarde glacial del cinco de diciembre que finalmente, dos semanas después, te llevó a la tumba. Y participé del cortejo fúnebre que te llevó hasta la sacramental de San Lorenzo bajo el arco con los siete colores que la luz dibujó bajo una lluvia luctuosa para despedirte. Y estuve contigo, Gustavo. Estuve contigo.

Nunca podré recompensar lo que Alina hizo por mí. Alina te quiere y continuamente me escribe asegurándome que tú la acompañas en sus momentos más tristes y en la euforia de sus encuentros de salón con sus amistades. Muérdago y pergamino penden, como si un nido de golondrinas, desde uno de los balcones de su casa, tu casa; lo colgamos juntos en el 149 aniversario de tu muerte y allí permanece. Ella no quiere quitarlo ni yo quiero que lo quite. Este año no es posible el reencuentro. Pero estoy seguro de que pronto ella y yo volveremos a vernos para hablar de ti y sentirte otra vez más cerca en ese mágico mundo de las ilusiones contemplativas. Porque Alina no deja de nombrarte, poeta. Y un poeta como yo no piensa condenarte al olvido. Así que, mientras no volvemos a encontrarnos, descasa en paz.

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