domingo, 12 de mayo de 2019

Yaziras Qadis desde la crestería (Suelta de amarres - XLII)


Yaziras Qadis desde la crestería


La mañana más temprana hizo suya Ben Zulema.
Más temprana por preclara,
limpia y húmeda,
con bríos de postreros nimbo-estratos
aparentemente secos de tanto precipitarse
rezagados del tropel
y el estruendo de la tropa
gris que cruzó el firmamento
(más sombrío que nocturno) aquella noche de rayos
y centellas y de luna apostada y a la espera
de una sola claraboya,
ajímez sin parteluz nuboso ni celosías,
por la que asomar su 'D'
de mayúsculo y creciente
astro blanco itinerante.
La mañana azul se echaba
a los hombros Ben Zulema
con un puñado de dátiles y en otro pañuelo almendras,
justa alforja y necesaria,
y un cuero con aguamiel para cuando las tinieblas
y el cansancio asomasen
subiendo a la crestería,
por los ojos agotados
el dulce elixir meloso
encendiera nuevos ánimos
de conquista de la cumbre.

Siendo pues la claridad y a un punto de ser el sol
casi, inicia Ben Zulema
su marcha por los senderos de tránsito solitario
de cabras y solo a veces
de pastores que se atreven
y que suben al encuentro
del alma que anda perdida
entre las más amarillas aulagas
tan espinosas,
manjares para los ojos y también para las cabras,
bautizándose de jara
y de perfumado y mágico
juego de pequeños trinos de multicolor cabeza
y de rápida apariencia
entre las espinas jóvenes
de las más cercanas ramas
de la encina en flor de abril.

No es trayecto sin embargo fácil el que elige el joven
tras la tormentosa lluvia
de la noche que caló
los huesos de la montaña
tan majestuosa, tan
descomunal que muy pocos
se han atrevido a subirla aun siendo cumbre suprema
entre numerosas cumbres
(según afirma el viajero
y sabio Xerif Aledris)
de las tierras circundantes;
una atalaya de riscos,
una diadema de piedra
escarpada desde donde
se intuye el mar azul,
lejos, a pies de Yaziras Qadis,
y aún más allá, quieta, África
en las mañanas azules
cuando la lluvia perpetra
horas antes la limpieza de las brumas
que entorpecen la magnífica visión.

Y era magnífica aquella mañana
de noche rota
y aventura adolescente.
“Lo que no alcancen mis pies
que mis ojos me lo acerquen”,
se decía Ben Zulema
en cada paso al sorteo
de acebuches y quejigos
empapados por la capa
cristalina de la lluvia que llegó como se fue
la noche de la tormenta
en la sierra en la que claman
al cielo azul
erigidos como grandes puntas verdes
de lanzas y flechas
pinsapos.
Asus piernas de ágil corzo
Ben Zulema añade sangre
de su corazón y exhala por la boca
parte de la fuerza necesaria para
afrontar los escarpados calizos
salvaguardando
su cuerpo ya bautizado
con arañazos de espinos
que cortejan el trayecto.
Todo su corazón, todo
necesita en la subida.
Y brota la juventud
en tanta sed que le empuja
para continuar camino arriba
trepando piedras
con los pulmones henchidos
de bocanadas que toman
toda el alma de la vida
con los castigados pies
enfangados de paciencia
por el barro,
compañero de camino y el ungüento
refrescante y analgésico de resbaladizos golpes
con las piedras predispuestas
como trampas del camino hasta llegar a la cumbre.
Una, no; ni dos; ni tres.;
hasta siete veces para
la acrobática escalada en tanto que precipitan
por todo su cuerpo lluvias
de sudores hostigados
por los tambores del pecho.
A la invocación sedienta
presto acude el aguamiel.
Solo un poco de refuerzo
a poco de acometer
la ya postrera subida,
último tramo supremo.


Hace ya bastante rato
que el astro rey usurpó el vacío que se eleva
desde el suelo hasta el ocaso
de la vista y evapora
el más húmedo cansancio
evidenciado en la saya
carmesí de Ben Zulema
que ha tomado su turbante
para secarse la cara.
Pero ya se encuentra arriba
sentado sobre la cresta
con el poniente de frente
refrescando tanto esfuerzo.
Un ejército a su espalda,
al fondo del precipicio,
de pinsapos multiplica
el verde de unos abetos
que recuerdan a los mismos
que en montañas singulares
de Xauén, allende el mar,
son preciados por la mágica virtud
visible aparente de sus rarísimas ramas,
según cuentan lugareños que supieron de viajeros
que los vieron con sus ojos.

Con dos piedras Ben Zulema,
bajo el vuelo de los buitres, casca almendras, se deleita
en la azul mañana clara; de fondo, la bella estampa
del horizonte del mar
a pies de Yaziras Qadis.
Y,
más allá,
los indicios,
como un atisbo lejano,
una bruma visionaria,
una broma de espejismo,
un rumor visual de tierra,
tierra de ultramar,
la tierra de donde los bereberes
trajeron el dulce dátil
que mezclado con almendras
en la cumbre Ben Zulema ahora saboreaba.

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