Con inusitada rapidez y una movilidad impropia para sus
limitaciones, Xabier, sin que Íñigo pudiera intuirlo ni impedirlo, superó a
fuerza de brazos la barrera y cayó al suelo segundos antes del paso de la
manada. Correr el encierro no era posible, pero azuzar a los astados… Y lo
arrollaron. Íñigo saltó luego, tarde, ya para abrazar en auxilio el cuerpo de su
hermano, hendido de jirones blancos y pañuelitos de sangre brotándole por todo
el cuerpo.
Desde lo de la enfermedad de su hermano, Íñigo se había negado
a correr. Sin él, los encierros tenían menos aliciente. Xabier llegó a
proponerle que lo empujara en su silla de ruedas; pero las mañanas de julio de
los años últimos pasaron tras las barreras de Estafeta. Aquel año, no obstante,
Xabier prefirió la cuesta de Santo Domingo e Íñigo no puso pegas.
Un equipo médico se hizo urgentemente con la situación mientras
que Íñigo se maldecía, con desgarradores lamentos, por no haber presentido la
intención de su hermano.
-¡Íñigo…! ¡Íñigo…!
Íñigo, entre llantos, no acertaba a responderle viéndole entre
espasmos y temblores en el suelo.
-¡Íñigo…; no llores!-, suplicaba Xabier con lastimosos
gritos de consuelo y risueñas lágrimas-. ¡Íñigo…! ¡Hermano…! ¡Me duelen las
piernas…!
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